“¡Pero ese no era el final!”
El grito despertó a todos en la casa.
Eran las 3 de la mañana y se repetía la misma escena desde hace 3 semanas:
Martina, la hija menor de los Castro, se levantaba eléctricamente de la camita
sencilla que le había regalado su tía Dominga el día de la primera comunión,
salía corriendo de su habitación y, en medio de la oscuridad, tropezando con
cada mueble en los pasillos, llegaba casi sin respiración hasta la cama de sus
padres, que ya tenían listo el inhalador con que devolvían la calma a sus
agitados pulmones, cubiertos sólo por una membrana de carne y miedo.
-Tranquila, Martina. Mírame, mírame,
mírame. A mis ojos. No, a mis ojos. Eso, eso, así. No me sueltes, Martina.
Era el mantra que cada noche repetía Danilo,
el padre de Martina, para hacer más rápido el efecto del salbutamol y conseguir
que su hija se concentrara en una cosa distinta a sus sueños, esos que
insistían en atormentarla y arrebatarle el descanso desde hace tres semanas.
-Papi, otra vez, esos animales otra vez
me están diciendo cosas malas, otra vez me están diciendo que salte.
-Pero mírame, ¡mírame!, Martina. Eso,
eso, así. ¿Ves a esos animales en mis ojos?... Martina, ¿ves a esos animales en
mis ojos?
Martina era un saco de terror, pero con
los ojos fijos en los de Danilo, negó con la cabeza.
Su padre, quien en las tres semanas que
Martina llevaba “enferma” no había podido acostumbrarse al angustiante sonido
del llanto de su hija, se acercó a darle un beso en el pecho y aprovechó la
cercanía para limpiarse dos lágrimas que habían caído de su ojo izquierdo.
Sólo lloraba por el ojo izquierdo. Nadie
sabía exactamente por qué, algunos familiares le decían que era herencia de su
bisabuelo Fredonio, el ganadero, que un día se peleó con una vaca que se
resignaba a ser marcada y perdió un ojo cuando la cola del animal le arrebató
el hierro y lo lanzó por el aire, aterrizando justo en el ojo de Don Fredonio.
Otros contaban la historia del nacimiento, la de la partera que ayudó a su
madre a extraer a Danilo de la comodidad del vientre y al tomarlo de la cabeza,
doña Adelfa, sin querer, terminó agarrándolo por la cuenca zurda provocándole
un daño irreparable. Sea cual sea la verdad, las lágrimas sólo salían del ojo
izquierdo y, esa noche, aprovechó la cercanía con Martina para secarse con su
pijama.
Danilo volvió a mirar a Martina con ese
fuego tranquilo con que, al mismo tiempo que la tranquilizaba, sentía que
libraba una batalla épica con los animales que insistían en sugerirle a la niña
ese tan temido salto. Martina, ya cansada de intentar que los bichos se
callaran y, siempre entregada a los ojos de su padre, cayó rendida como había
caído todos esos días de lucha. Durmió tranquila. Danilo no durmió.
En la casa de los Castro se vivieron
meses así, desvelados, con la paz de cada noche interrumpida por el grito
angustiado de Martinita y la sucesiva corriente de acciones que desembocaban
siempre en los brazos fuertes de Danilo.
“Está bien, está bien. Ese es el final.
Ya no más.”
Danilo se despertó, como siempre, pero
esta vez sintió las palabras de su hija como un golpe en el oído, como si antes
de despertarlo, el grito hubiera entrado en su cerebro haciendo que todo le
zumbara y llegara a hacerlo tambalear cuando se paró de su cama. Se puso de
pie, mareado como estaba, y se quedó inmóvil esperando que el zumbido cesara.
Antes de poderse mover, tuvo la sensación de que su cuerpo se abría, que en su
estómago se había posado un agujero frío y desolador. Era el miedo. Así se
siente el miedo.
Salió corriendo apenas su cuerpo
reaccionó, y ahora la respiración agitada era suya, ahora se lo estaba tragando
la angustia, cada paso que daba pensaba que alguien había abusado de la
brujería y había alargado los pasillos que lo separaban de su Martina.
Corrió lo que para él se sintieron como
horas hasta que llegó a la puerta de la habitación de Martina. Estaba cerrada,
como siempre. Martina, con apenas nueve años, siempre dormía con la puerta
cerrada, nunca podía conciliar el sueño si no tenía la soledad que da el
encierro. A los Castro nunca les gustó eso, pero Martina explicó siempre que se
sentía más segura si nadie podía entrar, si podía protegerse de espías
innecesarios.
Y cuando Danilo se enfrentó a la imagen
de la puerta, se detuvo frente a ella por uno o dos segundos, invadido de
terror y premoniciones, pintando en su cabeza todas las posibles escenas que
vería detrás de la madera. De la rendija que separa la baldosa de la puerta
salió y atravesó los pies de Danilo, un frío punzante, que sólo hizo más grande
el miedo. Abre la puerta. Martina no está. El frío de la puerta se explicó sólo
cuando Danilo vio la ventana abierta. Y lo entendió.
Cuando se asomó, convencido ya de lo que
iba a ver, el agujero se expandió por todo su cuerpo, por toda la casa, por el
aire, por el cielo, se expandió tanto que sintió que morir de miedo era tan
posible como morir de cáncer, tan posible como llorar por un solo un ojo. Ahí
estaba, tan delicada como cuando la dejó en la camita de Dominga, boca abajo,
la posición que siempre le dolía, con una pierna estirada y la otra recogida,
quietica.
De un solo salto, Danilo llegó al primer
piso, el ojo empapado en llanto, repitiendo como un mantra “no, no, no, no”,
mientras corría tratando de ganarle la carrera al destino y a los bichos que
ahora estaban dando voces en su propia cabeza.
En el frío prado del jardín de los
Castro, justo al lado de donde crecen las aves del paraíso que Martina sembró
una tarde de domingo después de pasar horas sentada al pie de una ventana, casi
conversándole, ahí estaba ella. Danilo llegó al jardín de su hija, se acercó a
ella, y gritó un último “no” creyendo poder cambiarlo todo.
Ella lloraba, ella sí por los dos ojos,
y miraba a su papá buscando su fuego de alivio.
-Mírame, Martina, mírame. Mírame. No me
sueltes, Martina.
-Papi, mírame. A los ojos, mírame. El
final. Ya no los escucho. Todo está bien. Te amo.
Danilo se acercó a Martina, la olió,
cerró los ojos y aprovechó la cercanía para limpiarse las lágrimas contra el
cuerpo de la niña.
Camilo Saldarriaga Henao