martes, 13 de junio de 2017

Ya no los escucho

“¡Pero ese no era el final!”

El grito despertó a todos en la casa. Eran las 3 de la mañana y se repetía la misma escena desde hace 3 semanas: Martina, la hija menor de los Castro, se levantaba eléctricamente de la camita sencilla que le había regalado su tía Dominga el día de la primera comunión, salía corriendo de su habitación y, en medio de la oscuridad, tropezando con cada mueble en los pasillos, llegaba casi sin respiración hasta la cama de sus padres, que ya tenían listo el inhalador con que devolvían la calma a sus agitados pulmones, cubiertos sólo por una membrana de carne y miedo.

-Tranquila, Martina. Mírame, mírame, mírame. A mis ojos. No, a mis ojos. Eso, eso, así. No me sueltes, Martina.

Era el mantra que cada noche repetía Danilo, el padre de Martina, para hacer más rápido el efecto del salbutamol y conseguir que su hija se concentrara en una cosa distinta a sus sueños, esos que insistían en atormentarla y arrebatarle el descanso desde hace tres semanas.

-Papi, otra vez, esos animales otra vez me están diciendo cosas malas, otra vez me están diciendo que salte.

-Pero mírame, ¡mírame!, Martina. Eso, eso, así. ¿Ves a esos animales en mis ojos?... Martina, ¿ves a esos animales en mis ojos?

Martina era un saco de terror, pero con los ojos fijos en los de Danilo, negó con la cabeza.

Su padre, quien en las tres semanas que Martina llevaba “enferma” no había podido acostumbrarse al angustiante sonido del llanto de su hija, se acercó a darle un beso en el pecho y aprovechó la cercanía para limpiarse dos lágrimas que habían caído de su ojo izquierdo.

Sólo lloraba por el ojo izquierdo. Nadie sabía exactamente por qué, algunos familiares le decían que era herencia de su bisabuelo Fredonio, el ganadero, que un día se peleó con una vaca que se resignaba a ser marcada y perdió un ojo cuando la cola del animal le arrebató el hierro y lo lanzó por el aire, aterrizando justo en el ojo de Don Fredonio. Otros contaban la historia del nacimiento, la de la partera que ayudó a su madre a extraer a Danilo de la comodidad del vientre y al tomarlo de la cabeza, doña Adelfa, sin querer, terminó agarrándolo por la cuenca zurda provocándole un daño irreparable. Sea cual sea la verdad, las lágrimas sólo salían del ojo izquierdo y, esa noche, aprovechó la cercanía con Martina para secarse con su pijama.

Danilo volvió a mirar a Martina con ese fuego tranquilo con que, al mismo tiempo que la tranquilizaba, sentía que libraba una batalla épica con los animales que insistían en sugerirle a la niña ese tan temido salto. Martina, ya cansada de intentar que los bichos se callaran y, siempre entregada a los ojos de su padre, cayó rendida como había caído todos esos días de lucha. Durmió tranquila. Danilo no durmió.

En la casa de los Castro se vivieron meses así, desvelados, con la paz de cada noche interrumpida por el grito angustiado de Martinita y la sucesiva corriente de acciones que desembocaban siempre en los brazos fuertes de Danilo.

“Está bien, está bien. Ese es el final. Ya no más.”

Danilo se despertó, como siempre, pero esta vez sintió las palabras de su hija como un golpe en el oído, como si antes de despertarlo, el grito hubiera entrado en su cerebro haciendo que todo le zumbara y llegara a hacerlo tambalear cuando se paró de su cama. Se puso de pie, mareado como estaba, y se quedó inmóvil esperando que el zumbido cesara. Antes de poderse mover, tuvo la sensación de que su cuerpo se abría, que en su estómago se había posado un agujero frío y desolador. Era el miedo. Así se siente el miedo.

Salió corriendo apenas su cuerpo reaccionó, y ahora la respiración agitada era suya, ahora se lo estaba tragando la angustia, cada paso que daba pensaba que alguien había abusado de la brujería y había alargado los pasillos que lo separaban de su Martina.

Corrió lo que para él se sintieron como horas hasta que llegó a la puerta de la habitación de Martina. Estaba cerrada, como siempre. Martina, con apenas nueve años, siempre dormía con la puerta cerrada, nunca podía conciliar el sueño si no tenía la soledad que da el encierro. A los Castro nunca les gustó eso, pero Martina explicó siempre que se sentía más segura si nadie podía entrar, si podía protegerse de espías innecesarios.

Y cuando Danilo se enfrentó a la imagen de la puerta, se detuvo frente a ella por uno o dos segundos, invadido de terror y premoniciones, pintando en su cabeza todas las posibles escenas que vería detrás de la madera. De la rendija que separa la baldosa de la puerta salió y atravesó los pies de Danilo, un frío punzante, que sólo hizo más grande el miedo. Abre la puerta. Martina no está. El frío de la puerta se explicó sólo cuando Danilo vio la ventana abierta. Y lo entendió.

Cuando se asomó, convencido ya de lo que iba a ver, el agujero se expandió por todo su cuerpo, por toda la casa, por el aire, por el cielo, se expandió tanto que sintió que morir de miedo era tan posible como morir de cáncer, tan posible como llorar por un solo un ojo. Ahí estaba, tan delicada como cuando la dejó en la camita de Dominga, boca abajo, la posición que siempre le dolía, con una pierna estirada y la otra recogida, quietica.

De un solo salto, Danilo llegó al primer piso, el ojo empapado en llanto, repitiendo como un mantra “no, no, no, no”, mientras corría tratando de ganarle la carrera al destino y a los bichos que ahora estaban dando voces en su propia cabeza.

En el frío prado del jardín de los Castro, justo al lado de donde crecen las aves del paraíso que Martina sembró una tarde de domingo después de pasar horas sentada al pie de una ventana, casi conversándole, ahí estaba ella. Danilo llegó al jardín de su hija, se acercó a ella, y gritó un último “no” creyendo poder cambiarlo todo.

Ella lloraba, ella sí por los dos ojos, y miraba a su papá buscando su fuego de alivio.

-Mírame, Martina, mírame. Mírame. No me sueltes, Martina.

-Papi, mírame. A los ojos, mírame. El final. Ya no los escucho. Todo está bien. Te amo.

Danilo se acercó a Martina, la olió, cerró los ojos y aprovechó la cercanía para limpiarse las lágrimas contra el cuerpo de la niña.

Camilo Saldarriaga Henao

domingo, 17 de abril de 2016

Ella, sólo ella.



Texto inspirado en los cuentos "Clase" de Charles Bukowski, Tommy Oddie del blog Edad del Sol y Sólo hacía falta un jab del blog Historias de una cabeza perdida. Recomendado leerlos juntos.

https://edaddesol.wordpress.com/2016/03/23/tommy-oddie/
http://historiasdeunacabezaperdida.blogspot.com.co/


Thomas se mareaba pensando en cómo salir de la comodidad de lo que sentía por la mujer de clase y la tortura que era ver el desfile de amantes todas las noches entrando a su cuarto, donde él quería estar. Sabía todas y cada una de las historias de esos hombres, ella misma se las contaba como hablando a través del puñal. Recordó las palabras que Rebecca le contó que el gran desconocido le había dicho a Ernie la noche en que lo noqueó:

"Eres un buen tipo, Papá. Pero nadie puede vencer a todo el mundo."

Siempre recordaba esta frase porque no había logrado estar de acuerdo. Sí había alguien que podía vencer a todo el mundo, una única persona en el universo que podía hacerlo. Ella.


La había conocido cuando su madre compró la Old Kentucky Home en Asheville, y empezó a recibir residentes que les pagaban por cuarto y comida. Ella era la hija mayor de una de las familias que pasaron por la casa, los Dixieland, unos judíos que se quedaron por un período extendido, más de una o dos noches. Era la mujer con la que el sudor de sus manos se decidía a desaparecer rápido. Fueron amigos, y esa niña de sonrisa particular se volvió la de las conversaciones de madrugada a escondidas que, sin ni siquiera él ser consciente, iban a meterse entre sus letras. Se llamaba Sara.


Pero dejó de verla cuando se decidió a huir del mundo que lo intimidaba e irse a California a estudiar dramaturgia. Efectivamente, Tommy Oddie se convirtió, dentro de las paredes de Chapel Hill, en Thomas Wolfe, y toda su vida anterior, incluso ella, pareció borrada como borraba él las palabras que no le gustaban de sus escritos.


Su vida dio muchas vueltas, pero sin lugar a dudas, la más grande de todas fue cuando conoció a Rebecca M. Watts en El Camelódromo, y de ahí todo fue en picada. De ahí en adelante fue que conoció lo que era el delirio, la obsesión, descubrió por qué asocian el rojo con la pasión y la estupidez que puede llegar a tener un hombre enamorado.


Emborrachado en la pasión que sentía por Hellen, como la conocían los más allegados, y más aún en el absurdo instinto maternal que le profesaba (el cual nunca había podido entender y con el que había decidido conformarse), salía muchas veces en la noche alicorado completamente en el whisky fino que ella compraba, pero su borrachera no le permitía olvidarse de su libreta, en la que desataba la pasión que no podía desatar en el cuerpo de aquella mujer. Fue en una noche de esas que vio entrar a Hemingway y después Hellen (O Rebecca, para ustedes que sólo la están leyendo) le contó cómo habían hecho el amor al lado de un desmayado Henry Chinaski.


Curiosamente, en esas noches de desahogo, siempre llegaba a su mente el mismo recuerdo de su infancia. Ella.


En uno de sus viajes a Europa, después de conocer a Hellen, quién sabe si en Inglaterra, Francia, Italia, Suiza o quién sabe dónde, la había vuelto a ver. Sara Dixieland. Entre personas comunes y corrientes. Se le acercó y no hizo falta nada para que ambos se reconocieran de inmediato, fue como volver al comedor iluminado por velas en el que se sentaban a hablar a escondidas hasta altas horas de la madrugada. No dudaron en quedarse contactados y seguir escribiéndose. La comunicación entre ambos se hizo más frecuente cuando ella debió volver a los Estados Unidos huyendo de los ataques a los judíos en Europa.


Ella lo sabía todo. Sabía de su amor loco por Hellen, de su vida de bohemio, sus éxitos para el mundo y sus fracasos para sí mismo. No hubo un día en que ella reprochara sus pasiones no correspondidas a la mujer de clase, y eso era lo que a Thomas siempre lo tranquilizó de hablarle. Era como volver al pedacito de Asheville que no lo hacía palidecer. A la eterna fidelidad de la amiga confidente que parecía más un ángel del cielo que ser humano cuando sacaba la guitarra y empezaba a cantar las canciones que escribía combinadas con pequeños fragmentos de sus novelas publicadas. 


Ella podía vencer a todo el mundo, y hubo días en que quiso buscar a Henry Chinaski sólo para decírselo, ni siquiera para pegarle un puñetazo por la noche de sexo salvaje que tuvo con Hellen.


Tal vez fue por eso, por esa razón que sólo Thomas Wolfe sabía, que fue ella y no Hellen la que quedó con todos sus manuscritos cuando él murió. Los periodistas le preguntaron a Rebecca M. Watts por ellos y en el mismo instante en que ella respondía que no sabía de su paradero, estaba Sara Dixieland, la mujer de la cabellera negra como el mantel de la noche, leyéndolos en su casa en las afueras de California, suspirando el amor frustrado que le tuvo al niño Tommy Oddie cuando vivió en la casa de su madre cuando eran pequeños.



domingo, 3 de abril de 2016

Amor Pluvial

Escrito a partir del cuento "Mala Suerte" de Antón Chéjov

"No me des explicaciones" 
replicó, alterado el padre, 
respondiéndole a una madre 
que con sus conversaciones 
ofrecía soluciones 
a su metida de pata. 
"Ya la ira me arrebata" 
dijo el padre emocionado.
Fue al instante reprochado 
por su escenita barata.

"No me vengas con bobadas 
que yo a ti ya no te creo" 
dijo ella en tono feo 
para dar bien la estocada. 
"Ya no quiero saber nada 
de tus cuadros de escritores... 
ya se han ido tres amores 
pretendientes de mi hija 
cada vez que no te fijas 
dónde cuelgas tus señores".

El combate así siguió 
algo más de un par de meses...
rechazaron 3 franceses 
(sin contar el que escapó) 
Y el amor nunca llegó 
al hogar de los retratos. 
Se casó primero el gato 
con un perro juguetón, 
y la hija de Peplov
agotó sus candidatos.

Dice el cuento que hubo un día 
(ya la niña con cincuenta) 
que pasó una gran tormenta 
por el bosque en que vivía. 
Nunca más se le vería. 
Lo que cuenta la leyenda 
es que Nata en una venda 
envolvió sus tiernos ojos, 
y entregóse con arrojo
a la lluvia como ofrenda.
03/04/2016


Visitante inesperado

Escrito a partir del tema "Un gancho de grapadora". Por Natalia.
 
 
-¡Qué día doloroso! No hay nombre para lo que tengo, no sé qué es. Son ganas de gritar y llorar, como una punzada que sube desde la planta de los pies a la cabeza, llenando todo el cuerpo. Pero no sé cómo llamarlo.

Los pasos casi tengo que darlos más cortos, porque no soporto apoyar mis pies en la tierra que parece no quererme hoy, y desespero por flotar en vez de tocar el suelo. No quiero hacer nada si debo hacerlo con este dolor agudo, repentino y pasajero. Este dolor que no me deja en paz y que vuelve cada vez que creo que ya se va.

Me pongo de pie. Intento enfrentar de nuevo a la vida, pero ahí está, fuerte, esa sensación de no poder seguir que me derrumba y me hace correr más rápido la sangre. ¿Qué es lo que tengo? ¡¿Qué es lo que me está agotando el aliento, la tranquilidad, la vida del día de hoy?!.

Y no sé dónde está la solución. Esta extraña chispa que viene de adentro y borra la sonrisa de mi cara se vuelve más fuerte, más constante y es insoportable para mí, para mi cuerpo herido, mi corazón extrañado y mi mente desesperada. No sé qué hacer para seguir adelante y ahuyentar el dolor, así que tendré que retroceder mis pasos. Vuelvo a casa para descansar, sentarme a respirar y olvidar la profunda herida que no me deja tranquila.-

Dijo la mujer que al llegar a su casa y quitarse los zapatos, encontró dentro de uno de ellos un gancho de grapadora patas arriba.

Sin nada

Escrito a partir del tema "Un gancho de grapadora". Por Sara.
 
 
 
Era domingo. Despuntaba el sol sobre la estación. Ya pronto eran las 11. El tren se pondría en movimiento en 15 minutos. Por los parlantes salía una voz femenina. Llamaba a los pasajeros con destino a P.
 
Él llevaba una chaqueta café. Ella un vestido de margaritas. Él tenía los papeles en la mano. Ella no llevaba nada. Él se acerca a la taquilla. La mujer de la cabina le recibe el pasaporte. Grapa el tiquete al recibo de pago. Lo hace mal. Se pincha el dedo. Sangra. Debe repetir el proceso. Ella está impaciente. No imaginó que sus últimos minutos juntos serían así. Viendo como una mujer seca la sangre con una servilleta.
 
Vuelven a la posición inicial. Muchos pasajeros les pasan por el lado. Cada uno con ideas y planes en la cabeza. En cambio en sus mentes no hay nada más que este momento. Ya han pensado demasiado antes de hoy. Ahora todo está en pausa. Ella le mira los lunares del brazo. Él le acomoda el cabello. Ella no quiere levantar la mirada. Ya son muchas noches en vela y se le nota en los ojos. Quiere descifrar que piensa él pero hay mucho ruido afuera.
 
Los pasajeros se ponen en fila junto al vagón. Es la última llamada. Ella inhala profundo. Aquí no hay comas ni puntos seguidos. Aquí no hay suspiros que permitan evadir el mundo. El mundo es ahora y ella lo sabe. El mundo es ese tren a punto de arrancar. Ya no hay tiempo para decir lo que se calló. Ahora a echar a suertes que él entienda su mirada. Vencen el miedo. Se miran. Se entienden. Se aman.
 
Él pone sus brazos alrededor de su cintura. A ella le gusta como encaja perfecto su cabeza bajo la de él. Ella no quiere exhalar. No quiere empapar la chaqueta. Él le da un beso en la frente. Ella le recibe el mundo. Él parte hacia el vagón. Muestra el tiquete y lo guarda. Ella da media vuelta. Él ya no alcanza a ver su cara. Él no tiene nada en las manos. Ella se va con él en el alma.

Paredes verdes

Escrito a partir del tema "El sueño". Por Sara.



Aquí cuando el alba despunta sobre la montaña,
los ojos del alma no se inmutan y aún duermen,
aquí las líneas curvas no aparecen
y los cuerpos acarician las paredes verdes.
Aquí donde el credo solo vive en el papel
y las grietas guardan gritos ahogados del ayer,
de pasados inundados de miserias,
de juramentos en vano por no volver.
Aquí con tres pastillas creen encender al cuerpo
que hacen olvidar los recuerdos y la esencia,
por los desagües se van las ilusiones desvestidas
y éstas arrastran palabras que hoy son carencias.
Aquí el sueño no vale más que una realidad,
lo amarraron en la entrada, lo dejaron en exilio,
lo alimentan con despojos, agua, pan y desazón
y con supuesta razón, lo alejaron del delirio.
¡Desde el patio la locura grita desesperada!
Le dice que se estremece porque no duerme en su cama,
le canta nanas que los de bata no entienden,
susurra arrullos para que el sueño resuene.
Aquí pasan por mi lado entes caminantes,
yo me lleno de valor y los miro fijamente,
más allá de las tabletas sé que hay almas que aún sueñan
y que por estar dormidas creen que ya son dementes.
Así que arpegio palabras,
bailo sobre las pestañas,
le pinto el cielo amarillo,
sublimo, rimo y sonrío.
Desde aquí, con un cuarto de esperanza,
le hablo al vacío que se ha vuelto hiriente,
pongo a mi juicio en la horca,
con tal de que el sueño despierte.

La llegada soñada

Escrito a partir del tema "El sueño". Por Natalia.
 
 
 
El pequeño Juan, acostado en su cama, tenía los ojos bien abiertos. Ya no era tan pequeño como antes, un año había hecho grandes cambios en él, tenía el pelo más cerca al suelo y la cabeza más cerca al cielo, no usaba ya sus gafas y podría decirse, si se le hacía caso a sus tías, que tenía los labios un poquito más rojos. Era un niño en un cuerpo de joven.
 
Había pasado la noche entera despierto, estaba ansioso. Sabía perfectamente que ese era el día en que llegaba el hombre que hacía mantenimiento a las campanas de la iglesia una vez al año. Pero Juan no lo esperaba a él, estaba esperando a Alena, su hija. Aquella niña con el pelo castaño que siempre usaba su cinta en el pelo. Sus amigos de la escuela supieron que esa niña de ojos grandes le había gustado desde la primera vez que la había visto sentada en las escaleras de la iglesia esperando a su padre cinco años atrás. Él no les hacía caso, los ignoraba porque ellos decían que le había gustado, pero no, no era así, él la había querido.
 
En vela toda la noche porque cada año, los doce meses se hacían más largos. No es que hubiera querido, simplemente no podía dormir pensando en cuál flor exactamente cortarle para regalársela, en qué camino tomar para llegar más rápido a la iglesia a verla y en qué canción ir cantando mientras la pensaba. Desesperado por oír la voz de su madre, esta por fin sonó y más se demoró ella en llamarlo que él en estar dentro de la ducha. Media hora después estaba peinado, perfumado y vestido con su camisa azul a cuadros y su pantalón negro azabache.
 
Salió con una sonrisa más grande que la luna llena de su noche en vela, caminando más rápido de lo que podía controlar. Juan era el chico más bueno del pueblo, todos lo querían porque no dejaba de reír y darle una mano al que lo necesitara. Como a la mujer de la tienda de verduras, la primera que lo saludó, o el dueño del teatro, que siempre lo invitaba a conocer a los actores que llegaban de otros lugares. Pero hoy sus buenos modales le iban a jugar una mala pasada. Sin haber pasado diez minutos de haber salido, oyó llorar a Javi, el hermano menor de su mejor amigo. Se decidió a pasar sin hacerle caso… hasta que oyó el sonido hacerse más fuerte. Alzando al cielo los ojos, como reprendiéndose por no poder ignorarlo, se devolvió y se sentó a su lado a preguntarle qué le pasaba. Como respuesta, el niño le señaló el suelo donde había caído su helado de fresa. Viendo que sus palabras de consuelo no servían, Juan sacó algunas de las pocas monedas que tenía en su bolsillo y cruzó la calle para regalarle uno nuevo. Cuando, como por arte de magia, el llanto del niño se fue, Juan siguió su camino caminando más rápido.
 
Ya iba más adelante, no se dio cuenta en qué momento caminó tanto, iba muy distraído pensando en la sonrisa de Alena, que pocas veces se animaba a mostrar sus dientes. Pensando en cómo se iba a reír con el girasol que él le iba a regalar…  ¡El girasol! Paró en seco. ¡Lo había olvidado por completo! Por suerte, no se había adelantado mucho de la casa de la Señora Rosario, quien tenía el jardín más grande del pueblo, lleno de girasoles, cada uno más grande que otro. Se devolvió rápidamente, a esa hora la Señora Rosario no debía estar en su casa, sino visitando a su esposo en el hospital, así que tomaría la flor sin preguntar. Se agachó con cuidado de no ensuciar su pantalón y con el mismo cuidado agarró el tallo del girasol más amarillo que encontró. Iba a hacer fuerza para sacarla de la tierra y escuchó un ruido fuerte, algo así como una puerta cerrándose de golpe. Con temerosa lentitud, alzó su mirada y trató de tapar con sus manos la flor recién arrancada, todo para encontrarse con la mirada amenazadora de la Señora Rosario, que no le dio tiempo para pensar antes de gritarle, ni él le dio a ella tiempo de moverse antes de echar a correr. Juan nunca había corrido tan rápido y al mismo tiempo con tanto cuidado en su vida, quería escapar pero no quería echar a perder el girasol. Preocupado, escuchó ladridos de perros tras él, ahora ya podía estar perdido, o eso pensó hasta que llegó a una calle en la que podía voltear, sin pensarlo dos veces volteó y se quedó pegado a la pared respirando agitado hasta que sintió los perros pasar de largo. Estaba a salvo, pero se había atrasado en su camino.
 
Tomó aire para volver a correr y llegó hasta la esquina en donde había acordado encontrarse con su madre. Ahí la vio parada. Feliz, supo que encontrarse con ella quería decir que la próxima parada era la iglesia, y allí, esperando paciente, iba a estar Alena. Juan tomó la mano de su madre anheloso, y sintiendo cómo su corazón se aceleraba, emprendió camino con ella. Ahora empezaba a sentir ese cosquilleo en el estómago que siente uno cuando quiere alargar más los momentos felices. Cuando estaban a sólo una cuadra, apretó más la mano de su madre… pero la apretó mucho más fuerte cuando ella volteó a la izquierda, desviándose, y lo llevó con ella. “Debó ir a comprar una nueva tela para las faldas”, fueron las palabras que le dieron ganas de tirarse al suelo a llorar. Veinte minutos más y el padre de Alena saldría a descansar y se la llevaría al café de la montaña a tomar algo, y él llegaría a ver sólo sus sombras alejándose. De mala gana, acompañó a su madre, no sin apurarla cada vez que pudo, y si no hubiera sido por una confusión de monedas y billetes, hubiesen sido cinco minutos menos con el señor del algodón.
 
Pero finalmente, llegaba a la iglesia, con una mano en la mano de su madre, y otra en el tallo del girasol, ya veía al padre de Alena en lo alto escondido dentro de las inmensas campanas. Estaba a tan sólo metros de la niña bajita de pelo liso, cinta blanca, vestido verde y ojos de avellana grandes; con la que había soñado despierto por tantos días haciendo la cuenta regresiva. Estaba cansado, pero feliz. Subió las escaleras pero no la vio, tenía que estar dentro y su madre lo sabía, porque hacia allí se dirigió. Adentro estaban sus amigos de la escuela, que sabían perfectamente por qué estaba él allí. Quería cerrar los ojos para soprenderse más cuando la tuviera cerca…
 
Cuando Juan y su madre llegaron a las primeras bancas de la iglesia, tuvieron en frente a una pequeña niña, que olía a lugares lejanos y hermosos.
 
“Mírala Juan, ahí está, es ella. Salúdala” dijo su madre, y lo repitió unas dos veces. Pero cuando la madre de Juan, sin oír respuesta, volteó la cabeza, vio primero un girasol caído en el suelo y después a su pequeño hijo con los ojos cerrados, dormido profundamente, como quien ha pasado la noche entera sin dormir.